Estos hombres de café,
periódico y rituales gregarios
(indiferentes, por decisión
propia,
al uso de la agenda y el
teléfono celular;
la punta de sus zapatos
desgastada; años sin ir al dentista y al optometrista)
retornan a sus casas cuando
está por anochecer
y se paran detrás de una
ventana
–siempre le dan dimensión a
sus vidas con una ventana–
a esperar que la fogata del
cielo termine de apagarse.
Ahí permanecen
contemplativos y cinematográficos
sosteniendo un vaso de
whisky
en una habitación a oscuras.
Hay que cambiar el fusible de sus conciencias.
Con la otra mano se palpan
el tórax
porque saben que entre una
duda y una resolución
hay un dolor físico. Fuman,
obvio.
Y les gusta que su cara y
las paredes del cerebro
se llenen con las sombras
que proyecta el alumbrado público
o las luces del río
vehicular.
--
Me voy despacio hacia el
oeste.
El sol se ve borroso por el
polvo que levanta
una colonia de insectos
hidráulicos
–grúas y excavadoras–
sobre las construcciones
cerca del río.
Ahí las formas han perdido
su contorno y materialidad
como la imagen de un billete
olvidado en unos jeans
que uno encuentra después de
tres o cuatro lavadas.
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