Panorámicas de Carlos
Salazar Herrera
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Casi todo es blanco: el camino, el puente, el muro, la
tranquera, la casa y los troncos de los árboles. En el fondo el escarpado bajo
de piedra caliza, con el gris del tiempo. Cuando el sol baja, quiebra sus rayos
en las lajas de la escarpa, y los rayos caen despedazados sobre los potreros.
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Allá, una casa rompe la unidad de la selva. Era un galerón
de palos cubiertos de corteza, que se asomaba a la orilla de un camino
abandonado. En el invierno, una ciénaga; en el verano, un polvazal.
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El viento hacía ondas en las espigas moradas de los pastos
de calinguero, y en el refugio confidencial, el constante caer y caer de lo
cuchillitos de un poró enorme, que había crecido junto a los pedrones.
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Hecha de adobes, troncos y tejas, en el regazo de una
colina, estaba la casa, cuya fachada daba al poniente. En los atardeceres de
marzo, el sol veíase del tamaño de una rueda de carreta pintada con minio, y
llenaba la casa de armonías cromáticas; colores planos, audaces y cálidos, como
los cuadros del pobre Gauguin.
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En el corazón del Golfo de Nicoya, cayó de pico un alcatraz
y levantó la cabeza con una corvina. Otro alcatraz, volando a ras del agua, le
arrebató el pescado y huyó hacia los manglares.
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Por fin, allá, al despuntar la vuelta del Cerro de los
Pavones, con un fondo luminoso de celajes, apareció la silueta del otro. El hombre sin importancia acabó de atravesar
la selva y salió a un campo de pasto, después al camino carretero, ancho y
sabroso.
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Sentada en una banca de la salita, de rato en rato, desde la
ventana, hacía subir una mirada por la cuesta, hasta la Osa Mayor. A veces, las
luciérnagas trazaban líneas con tinta luminosa.
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Por las grietas del rancho entraba la fosforescencia, del
mar. Ahora estaba de vaciante, sosegado, quejumbroso apenas. Se oía lejano el
chapoteo de una lancha en el desaguadero del Tárcoles y el monótono croar de un
sapo.
Crossing the stream de Skip Battaglia
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La fábrica de carretas estaba en una vieja casona, sobre una
altiplanicie, desde donde se veía una vasta extensión de potreros, rastrojos y
sembrados caprichosamente dispuestos en triángulos, manchas y cuadriláteros,
iluminados con los brochazos del sol, como uno de esos seductores cuadros que
nadie entiende.
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Un escandaloso remolcador tiraba de un tren de lanchones
repletos de ganado. Hacia la Isla de Chira, entre los espacios de unas y otras
nubes, pasaban los rayos del sol, igual que el aparejo de un enorme velero
fantasma, desdibujado por la distancia.
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Una calavera de novillo, tirada por ahí, con las cuencas
llenas de agua. Y más allá, casi invisible, la mancha gris de una casa medio
destruida por la bruma.
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Pasa grande la sombra de las nubes, y a ratos desluce las
cristalizaciones.
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Hay una roca vertical, labrada a triángulos en lajas de pizarra.
Al pie, el río, desaguando mudo, dobla a la inversa la altitud de la roca. Caen
chorros de lo alto que se pulverizan en lluvia menudita. La humedad pone en las
grietas vegetación de helechos gigantescos. Alguna vez, uña laja desprendida
corta el soliloquio del agua, y entonces huyen espantados los garrobos. El río
es como una ternura echada en el fondo del precipicio.
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Ya el sol entraba por donde podía, en rayos inclinados,
redondos y calentaos. De árbol en árbol saltaban los pavones avisados, las ardillas
temblorosas y los currés, con sus pintadas plumas y sus picos fenomenales.
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En la ensenada, donde el pescador varaba su embarcación,
había árboles atormentados y rocas carcomidas. Formas de madera y piedra
esculpidas por los empellones de la marea. A cuarenta pasos estaba su rancho,
sombrío, por tener tres años sin que nadie lo habitase.
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Un sábado, bajo una tarde pintada con colores de mango
maduro.
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Aquí, un sumidero roncador. Allá, un cementerio de conchas
encalado por la luna; y muy lejos, apenas visible, como una angosta serpiente
luminosa tendida en lontananza, la Bahía de Culebra.
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Era el espectro de la borrasca que en las cimas desabrigadas
espanta a los montañeses, quienes huyen buscando los bajíos. Más allá, ni un
rancho, ni un alma, ni un pájaro. Sólo el inmenso robledal, fantástico y despiadado.
*Fragmentos extraídos del libro Cuentos de angustias y paisajes de Carlos Salazar Herrera.
Carlos Salazar Herrera (1906-1980) fue un escritor costarricense. Sus cuentos fueron publicados inicialmente en diarios y revistas de Costa Rica, como Repertorio Americano, y en 1947 fueron recopilados en el libro Cuentos de angustias y paisajes. También se dedicó al dibujo y el grabado.
Skip Battaglia es un animador, cineasta y profesor estadounidense. Sus animaciones son de corte experimental y están realizadas con diferentes técnicas artesanales como dibujo sobre papel e intervención sobre película de cine. Estudió literatura inglesa en Boston College y tiene un máster en artes de la Universidad de Syracuse.
Carlos Salazar Herrera (1906-1980) fue un escritor costarricense. Sus cuentos fueron publicados inicialmente en diarios y revistas de Costa Rica, como Repertorio Americano, y en 1947 fueron recopilados en el libro Cuentos de angustias y paisajes. También se dedicó al dibujo y el grabado.
Skip Battaglia es un animador, cineasta y profesor estadounidense. Sus animaciones son de corte experimental y están realizadas con diferentes técnicas artesanales como dibujo sobre papel e intervención sobre película de cine. Estudió literatura inglesa en Boston College y tiene un máster en artes de la Universidad de Syracuse.