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Cuaderno de catequesis

 
Los sábados, a la una en punto,
nos sentábamos frente al tele
para ver un episodio de Sankuokai,
nuestro programa favorito de la vida.
 
Después, había que alistarse para ir a catequesis.
Botines bien embetunados, laca en el pelo
y camisas estilo western con bordados,
que era como nos vestían nuestros padres.
 
En el camino de casa al salón pastoral
con mi primo Wilson recreábamos
las peleas de Ayato y Ryu contra los Gavanas.
Eran simulacros de karate y superpoderes,
bajo la sombra de los porós y los nísperos,
por parte de unos vaqueros galácticos
que pronto harían la primera comunión.
 
Fernando, el carpintero del barrio,
era el encargado de enseñarnos todo
sobre los sagrados sacramentos.
Tenía fama de ser el hombre
más mentiroso del pueblo.
 
Todas esas enseñanzas de Jesús
para mí eran un verdadero calvario,
pero rebuscando un poco en la biblia
encontraba partes que me gustaban.
Eso de mirar los pájaros que no siembran
y los lirios que crecen sin cansarse.
 
Después de memorizar los mandamientos,
nos íbamos directo a la pulpería de Luz
donde comprábamos zarzaparrilla La Mundial,
tosteles y fichas para jugar futbolín.
Poníamos canciones de Michael Jackson en la rocola
y así terminábamos de gastar las tardes de los sábados.
 
Anochecía y regresaba a mi casita de madera
donde había un sagrado corazón de Jesús
que emitía a todo color las peores pesadillas.
 
Una noche, de la nada, veintiséis años después,
como un mensaje enviado desde el lejano Analis,
recordé la canción introductoria de Sankuokai
y me tuve que poner a escribir este poema.
 
Hace años que me fui del pueblo y no volví.
Ahora llevo la apostasía tatuada en el alma
y en las tiendas de ropa americana
busco las camisas de mi infancia.
 
El ojo es la lámpara del cuerpo.

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