Retrato de un amigo

Por Natalia Ginzburg

La ciudad que amaba nuestro amigo sigue igual; ha habido algún cambio, pero es poca cosa: han puesto trolebuses, han hecho algunos pasos subterráneos. No hay cines nuevos. Los antiguos siguen igual, con los mismos nombres, nombres que, al decirlos, despiertan en nosotros la juventud y la infancia. Nosotros vivimos ahora en otro sitio, en otra ciudad completamente distinta, más grande; y cuando nos encontramos y hablamos de nuestra ciudad, hablamos de ella sin pena por haberla dejado y decimos que ya no podríamos vivir en ella. Pero cuando volvemos a nuestra ciudad, nos basta atravesar el atrio de la estación y caminar en la niebla por los paseos para sentirnos como en nuestra casa; y la tristeza que nos inspira la ciudad cada vez que volvemos a ella está en este sentimiento nuestro de encontrarnos en casa y de comprender, a la vez, que ya no tenemos razones para estar en nuestra casa; porque aquí, en nuestra casa, en nuestra ciudad, en la ciudad donde hemos pasado la juventud, nos quedan ya pocas cosas vivas y nos recibe una multitud de memorias y de sombras.

Nuestra ciudad, por lo demás, es melancólica por naturaleza. En las mañanas de invierno tiene un característico olor a estación y hollín difundido por todas las calles y todos los paseos; si llegamos por la mañana, la encontramos gris de niebla, y envuelta en ese olor tan suyo. Se filtra a veces, por entre la niebla, un sol débil que tiñe de rosa y de lila los montones de nieve, las ramas deshojadas de las plantas; la nieve, en calles y paseos, ha sido paleada y recogida en pequeños montones, pero los jardines públicos están todavía cubiertos por una densa capa intacta y blanda de un dedo de alta en los bancos abandonados y en los bordes de las fuentes; el reloj del picadero está parado desde tiempo inmemorial en las once menos cuarto. Al otro lado del río se eleva la colina, también ella blanca de nieve, pero salpicada aquí y allá de una maleza rojiza; y en lo alto de la colina destaca un edificio color naranja, de forma circular, que fue en tiempos la Opera Nazionale Balilla. Si hay un poco de sol y resplandece la cúpula de vidrio del Salón del Automóvil, y el río corre con reflejos verdes bajo los grandes puentes de piedra, la ciudad puede llegar a parecer, por un instante, riente y acogedora; pero es una impresión fugaz. La naturaleza esencial de la ciudad es la melancolía: el río, perdiéndose a lo lejos, se evapora en un horizonte de nieblas violáceas que hacen pensar en el ocaso incluso a mediodía; y en algún punto se respira ese mismo olor oscuro y laborioso del hollín y se oye un pitido de tren.

Nuestra ciudad se parece —nos damos cuenta ahora— al amigo que perdimos y que la quería tanto; es, como él era, laboriosa, ceñuda en su actividad febril, y terca; y, al mismo tiempo, es perezosa, siempre dispuesta al ocio y al sueño. En la ciudad que se le parece sentimos revivir a nuestro amigo vayamos donde vayamos; a cada esquina, a cada vuelta, nos parece que de pronto puede aparecer su alta figura con abrigo oscuro, la cara hundida entre las solapas, y el sombrero calado sobre los ojos. El amigo medía la ciudad con su largo paso, terco y solitario; se recogía en los cafés más apartados y llenos de humo, se quitaba ágilmente el abrigo y el sombrero, dejándose, sin embargo, en torno al cuello su horrible bufanda clara; se enredaba en sus dedos los largos mechones de sus cabellos castaños, y luego se despeinaba de improviso con movimiento brusco. Llenaba hojas y hojas con su caligrafía ancha y rápida, tachando furiosamente; y celebraba, en sus versos, la ciudad:

Questo é il giorno che salogno le neblie
dalfiume  Nella bella cittá, in mezzo a prati e colline,
E la sfumano come un ricordo... 1

Sus versos resuenan en nuestro oído cuando volvemos a la ciudad o cuando pensamos en ella; y ya no sabemos ni siquiera sin son versos bellos: hasta tal punto forman parte de nosotros, hasta tal punto reflejan para nosotros la imagen de nuestra juventud, de los días ya lejanísimos en que los escuchamos de la viva voz de nuestro amigo por primera vez; y descubrimos, con profundo estupor, que hasta de nuestra gris, pesada e impoética ciudad se podía hacer poesía.

Nuestro amigo vivía en la ciudad como un adolescente; y así vivió hasta el final. Sus jornadas eran, como las de los adolescentes, larguísimas y llenas de tiempo: sabía encontrar tiempo para estudiar y para escribir, para ganarse la vida y para vagar por las calles que amaba; y nosotros, que nos afanábamos, combatidos entre la pereza y la actividad, perdíamos las horas en la incertidumbre de decidir si éramos perezosos o activos. Durante muchos años no quiso someterse a un horario de oficina, aceptar una profesión definida, pero cuando consintió en sentarse ante una mesa de oficina, se transformó en unempleado meticuloso y en un trabajador infatigable, y aún se reservaba un amplio margen de ocio; hacía sus comidas a toda velocidad, comiendo poco, y no dormía nunca.

En ocasiones estaba muy triste; pero nosotros pensamos, durante mucho  tiempo, que se curaría de esta tristeza, cuando se decidiera a hacerse adulto: porque la suya nos parecía una tristeza como de muchacho, la melancolía voluptuosa y distraída del muchacho que aún no pisa la tierra y se mueve en el mundo árido y solitario de los sueños. A veces, de noche, venía a vernos; se sentaba, pálido, con su bufanda al cuello, y se retorcía los cabellos o arrugaba una hoja de papel; no pronunciaba en toda la velada una sola palabra; no respondía a ninguna de nuestras preguntas. Al fin, de pronto, cogía el abrigo y se marchaba. umillados, nos preguntábamos si nuestra compañía le había desilusionado, si había tratado de tranquilizarse a nuestro lado sin conseguirlo, o si, por el contrario, se había propuesto sencillamente pasar una velada en silencio bajo una lámpara que no fuese la suya.

Conversar con él, por otra parte, no era fácil, ni siquiera cuando se mostraba alegre; pero un encuentro con él, incluso compuesto de raras palabras, podía ser tónico y estimulante como ningún otro. En su compañía nos volvíamos mucho más inteligentes; nos sentíamos empujados a poner en nuestras palabras cuanto de mejor y más serio había en nosotros; apartábamos los lugares comunes, los pensamientos imprecisos, las incoherencias.

Junto a él, a menudo nos sentíamos humillados, porque no sabíamos ser, como él, sobrios, ni modestos, ni generosos y desinteresados. Siendo sus amigos, nos trataba con maneras rudas, y no nos perdonaba ninguno de nuestros defectos; pero si teníamos algún sufrimiento o estábamos enfermos, se mostraba de pronto solícito como una madre. Se negaba por principio a conocer a gente nueva; pero podía ocurrir que, de repente, con una persona impensada a la que nunca había visto hasta entonces, una persona incluso vagamente despreciable, él se mostrase expansivo y afectuoso, pródigo en citas y proyectos.Si le hacíamos observar que aquella persona era, por muchos aspectos, antipática o despreciable, él decía que lo sabía perfectamente, pues le gustaba saberlo siempre todo, jamás nos concedía la satisfacción de contarle algo nuevo; pero no explicaba, ni lo hemos sabido jamás, cuál era el motivo por el que trataba a aquella persona con tanta confianza mientras que le negaba su cordialidad a otra gente que se la merecía más. A veces le entraba curiosidad por alguna persona que él pensaba procedía de un mundo elegante, y la empezaba a tratar: acaso pensaba aprovecharla para sus novelas; pero al juzgar el refinamiento social o de costumbres, se equivocaba y tomaba por cristal los fondos de botella; en esto era, pero sólo en esto, muy ingenuo. Se equivocaba sobre el refinamiento de costumbres; pero en cuanto al refinamiento de espíritu o de cultura, no se dejaba engañar.

Tenía un modo avaro y cauto de dar la mano al saludar: conceder unos cuantos dedos y retirarlos en seguida; tenía un modo huraño y parsimonioso de sacar el tabaco de la bolsa y de llenar la pipa; y tenía un modo brusco y súbito de darnos dinero cuando sabía que lo necesitábamos, un modo tan brusco y súbito, que nos quedábamos aturdidos; decía que era avaro del dinero que poseía y que le dolía separarse de él; pero en cuanto lo había soltado, dejaba de importarle. Si estábamos lejos de él, no nos escribía, ni respondía a nuestras cartas, o respondía con unas pocas frases cortadas y frías; porque, decía, no era capaz de querer a los amigos cuando estaban lejos, no quería sufrir su ausencia, y enseguida los borraba de su pensamiento.

No tuvo jamás una esposa, ni hijos, ni casa propia. Vivía en casa de una hermana casada, que le quería y a la que también él quería; pero también con su familia tenía sus típicos modales rudos, y se comportaba como un muchacho o un forastero. Venía a veces a nuestras casas, y miraba con ceño fruncido y bonachón a los hijos que nos iban naciendo, las familias que nos íbamos creando; también él pensaba en formar una familia, pero lo pensaba de una forma que, con los años, se iba haciendo cada vez más complicada y tortuosa; tan tortuosa, que en ella no podía germinar ninguna sencilla conclusión. Con los años se había creado un sistema de pensamientos y de principios tan enredado e inexorable, que le impedía realizar las cosas más simples, y cuanto más prohibida e imposible se hacía la cosa simple, tanto más profundo se hacía en él el deseo de conquistarla, enredándose y ramificándose como una vegetación tortuosa y sofocante. A veces estaba tan triste que nosotros queríamos acudir en su ayuda; pero no nos permitió jamás una palabra compasiva, un gesto de consuelo, más aún, ocurrió que nosotros, imitando sus maneras, llegamos a rechazar en la hora de nuestro desconsuelo su misericordia. No fue para nosotros un maestro, aun habiéndonos enseñado tantas cosas, pues veíamos perfectamente las absurdas y tortuosas complicaciones de pensamiento en que aprisionaba su alma sencilla; y nosotros habríamos querido enseñarle también algunas cosas, enseñarle a vivir de un modo más elemental y respirable, pero no logramos enseñarle nada, pues cuando intentábamos exponerle nuestras razones alzaba una mano y decía que él lo sabía ya todo.

En los últimos años tenía un rostro arrugado y enflaquecido, devastado por los atormentados pensamientos; pero, en la figura, conservó hasta el final la gentileza de un adolescente. En los últimos años llegó a ser un escritor famoso, pero esto no cambió en nada sus costumbres esquivas ni la modestia de sus actitudes, ni la humildad, consciente hasta el escrúpulo, de su trabajo de cada día. Cuando le preguntábamos si le gustaba ser famoso, respondía con una sonrisa soberbia, que siempre se lo había esperado: tenía a veces una sonrisa astuta y soberbia, infantil y malévola, que relampagueaba y desaparecía. Pero aquello de que siempre se lo había esperado significaba que lo que había logrado no le proporcionaba ninguna alegría, pues era incapaz de gozar de las cosas y amarlas apenas las poseía. Decía que conocía su arte tan a fondo que no le ofrecía ningún secreto; y, puesto que no le ofrecía ya ningún secreto, no le interesaba. Nosotros mismos, sus amigos, decía que no teníamos ya secretos para él y que le aburríamos infinitamente; y nosotros, mortificados de aburrirle, no lográbamos decirle que veíamos perfectamente dónde se equivocaba: en su resistencia a doblegarse, amándolo, al curso cotidiano de la existencia, que avanza uniforme y aparentemente sin secretos. Así, pues, le faltaba por conquistar la realidad cotidiana, pero le estaba prohibida y era inasible para él, que ante ella sentía a un tiempo sed y repugnancia; por tanto, no podía sino mirarla como desde lejanías sin confines.

Murió en verano. Nuestra ciudad, en verano, está desierta y parece muy grande, clara y sonora como una plaza; el cielo es limpio pero no luminoso, de una palidez lechosa; el río fluye liso como una arretera, sin emanar humedad ni frescor. De los paseos se alzan nubes de polvo; pasan, procedentes del río, grandes carros cargados de arena; el asfalto de la avenida está todo sembrado de piedrecillas que se cuecen en el alquitrán. Al aire libre, bajo los quitasoles a franjas, las mesitas de los cafés están abandonadas al calor.

No estaba ninguno de nosotros. Para morir eligió un día cualquiera de aquel tórrido agosto; y eligió la habitación de un hotel de los alrededores de la estación, pues quería morir, en la ciudad que le pertenecía, como un forastero.

Había imaginado su muerte en una vieja poesía, muchos años antes:

Non sor a necessario lasciare il letto.
Solo l'alba entrera nella stanza vuota.
Bastera lafinestra a vestiré ogni cosa
D'un chiarore tranquilo, quasi una luce.
Poserá un'ombra scarna sul volto supino.
I ricordi seranno dei grumi d'ombra
Appiattati cosí come vecchia brace
Nel camino. II ricordo sará la vampa
Che ancor ieri mordeva negli occhi spenti. 2

Fuimos, poco tiempo después de su muerte, a la colina. Había fondas a lo largo de la carretera, con  pérgolas cargadas de uvas rojizas, juegos de bochas, concentraciones de bicicletas; había alquerías con montones de panochas, la hierba segada extendida para que se secara sobre sacos; el paisaje al margen de la ciudad y en los límites del otoño que él amaba. Sobre las riberas herbosas y los campos arados, contemplamos a la luna subir en la noche de septiembre. Éramos todos muy amigos y nos conocíamos desde hacía muchos años: personas que siempre habían trabajado y pensado juntos. Como suele ocurrir entre los que se aprecian y han sido afectados por una desgracia, tratábamos ahora de querernos más y de ayudarnos y protegernos unos a otros; pues sentíamos que él, de cierta manera suya misteriosa, siempre nos había ayudado y protegido. Él estaba más presente que nunca en aquella ladera de la colina.

Ogni occhiata che torna, conserva un gusto
Di erba e cose imprégnate di solé a sera
Sulla spiaggia. Conserva unfiato di mare.
Come un mare notturno é quest'ombra vaga
Di ansie e brividi antichi, che il cielo sfiora
E ogni sera ritorna. Le voci morte
Assomigliano alfrangersi di quel mare. 3

1. «Este es el día en que suben las nieblas del río / a la bella ciudad, entre prados y colinas, / difuminándola como un recuerdo...».

2.  «No será necesario abandonar la cama. / Sólo el alba entrará en la estancia vacía. / Bastará la ventana para vestir todas las cosas / de una tranquila claridad, casi una luz. / Se posará una sombra es carnada en el rostro supino. / Los recuerdos serán grumos de sombra / escondidos como viejas brasas / en la chimenea. El recuerdo será la llama / que ayer aún mordía en los ojos apagados.»

3.  «Cada ojeada que se lanza conserva un gusto / de hierba y cosas impregnadas de sol atardecido / sobre la playa. Conserva un hálito de mar. / Como un mar nocturno es esta sombra vaga / de ansias y viejos estremecimientos, que el cielo roza / y vuelve cada noche. Las voces muertas / se parecen al romper de aquel mar.»

 Publicado en Las pequeñas virtudes. 

Natalia Ginzburg. Escritora italiana que vivió en Pizzoli entre 1940 y 1943.

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