El toldo rojo de Bolonia (fragmentos) / John Berger
Versión al castellano de Pilar Vásquez
Descubrió que
teníamos dos primos en Italia, profesores de música en Roma. Antes de visitar
Florencia, se leyó La cultura del Renacimiento en Italia, de Burckhardt, y pasó
semanas planeando lo que quería ver cada día y en qué orden. Planificación del
trabajo y trabajo de planificación. Años después le fascinaría Bolonia.
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Para entonces, yo
ya estaba estudiando Bellas Artes y le comenté que Bolonia era la ciudad natal
de Morandi. No bien lo dije, vi claramente hasta qué punto él y Morandi estaban
cortados por el mismo patrón. Ninguno de los dos se había casado y los dos
habían vivido en diferentes momentos con una hermana soltera. En sus narices y
sus bocas se veía la misma expresión, la expresión de quien busca una intimidad
que no sea carnal. A los dos les gustaban los paseos solitarios, y para los dos
siempre era motivo de curiosidad lo que les salía al paso en sus caminatas. La
diferencia entre ellos era que Morandi era un gran artista, un artista
obsesivo, y mi tío un apasionado de la correspondencia.
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Como decirle todo
esto habría sido una impertinencia, me limité a repetirle varias veces que
cuando fuera a Bolonia no dejara de ver la obra de Morandi.
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—Es un hombre muy
tranquilo ese Morandi, me dijo mi tío a su regreso.
—¿Qué quieres
decir? Si ya ha muerto. Murió el año
—Ya lo sé. Sólo
estuve viendo sus cuadros de jarrones y conchas y flores. Muy cuidadoso y muy
tranquilo. También podría haber sido arquitecto, ¿no te parece?
—Sí,
posiblemente.
—¡O sastre!
—También, claro.
¿Te gustó la ciudad?
—Es roja. Nunca
había visto un rojo así. ¡Ah! Si conociéramos el secreto de ese rojo... Es una
ciudad a la que hay que volver. La próxima
volta.

Naturaleza muerta de Giorgio Morandi
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En la Piazza
Maggiore de Bolonia y delante de la Basílica de San Petronio, que, como la
mayoría de los edificios históricos de la ciudad, es de ladrillo, hay unas
escaleras. Desde hace siglos, la gente se sienta en estos escalones a ver lo
que sucede en la plaza y comprobar las pequeñas diferencias que se producen de
un día a otro. Estoy sentado en ellos.
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Todas las
ventanas tienen toldos y todos son del mismo color. Rojo. Muchos están descoloridos,
unos cuantos parecen recién puestos, pero todos son versiones viejas y nuevas
del mismo color. Todos encajan perfectamente en el marco de la ventana, y su
ángulo se puede ajustar según la cantidad de luz que se desea que entre. En italiano
se llaman tende. Su rojo no es el de
la arcilla, ni el de la terracota; es un rojo de tinte. Detrás de los toldos se
ocultan cuerpos y los secretos de esos cuerpos, que de ese lado dejan de ser
secretos.
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Me gustaría
comprar una pieza de esta tela roja. No sé lo que voy a hacer con ella. Puede
que sólo la necesite para hacer este retrato. En cualquier caso, podré tocarla,
arrugarla, alisarla, ponerla al sol, colgarla, doblarla, soñar con lo que hay
al otro lado.
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La luz, igual que
el silencio, es difusa, tenue, como si los rollos de paño de algodón hubieran
soltado a los largo de los años un polvillo blanco imposible de identificar, el
mismo polvo que se posaba sobre los objetos que pintaba Morandi, quien
seguramente conocía esta tienda.

Paisaje de Giorgio Morandi, 1960
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A veces, el
recorrido exigía tomar un taxi que nos sacara de la ciudad. Para aplaudir a los
ciclistas que llegaban al final de una etapa del Tour de France. Para ver
zarpar un barco de pesca por la noche, con su farol de aceite, cuya llama
parpadeante nunca se apagaba, colgado en el mástil. Para buscar un monumento
megalítico en el que te podías tumbar, como estoy tumbado ahora en este escalón
de la Piazza Maggiore de Bolonia.
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Y espero. Se me
ocurre que un toldo, una tenda,
además de servir para que no entre el sol, podría servir para contener el
dolor y para cultivar la determinación.
Giorgio Morandi nació en 1890.
John Berger publicó el libro Modos de ver.