Ensayo sobre el jukebox (fragmento)

Por Peter Handke


 Foto de Robert Frank

 
Y no obstante había que hablar luego de jukebox del extranjero, que no se habían limitado a hacer sonar sus discos de un modo ocasional sino que habían tenido un papel en el centro de grandes acontecimientos. Esto además, más allá de lo que era simplemente el extranjero, ocurría siempre en una frontera; en los confines de una especie de mundo familiar. Si bien América, por decirlo así, era «la patria de los jukebox», allí a él ninguno se le había grabado en la memoria de este modo —a excepción de Alaska, y allí muchas veces. Ahora bien: ¿pertenecía para él Alaska a los «Estados Unidos»?—. Así, una Nochebuena él había llegado a Anchorage y, después de la misa del gallo, donde luego, delante de la puerta de la pequeña iglesia de madera, entre todos los desconocidos, incluido él, reinaba una extraña alegría, se fue todavía a un bar. En medio de la tenue luz y del barullo de los borrachos, junto a los destellos del jukebox, como única figura tranquila, vio a una india. Ella se había vuelto hacia él —su rostro, grande, orgulloso, incluso burlón—, y esta fue la única vez que él bailó con alguien a los golpes sordos de un jukebox. Incluso los que normalmente estaban dispuestos a la riña los esquivaban, como si aquella mujer, joven como era, o más bien sin edad, fuera algo así como la mayor del bar. Luego los dos, juntos, por una puerta trasera, salieron a un patio helado donde ella había aparcado su coche transcontinental, con las ventanas laterales pintadas con los perfiles de los pinos de Alaska, junto a un lago seco; nevaba. A distancia, sin que ellos se hubieran tocado el uno al otro, a no ser en la levedad del contacto del baile, ella le invitó a seguirla; dijo que, con sus padres, llevaba un negocio de pescado en un pueblo de allí, al otro lado de Cook-Inlet. Y en ese momento a él se le hizo claro que en su vida al fin era posible una decisión no imaginada por él sino por alguien que no era él: además, inmediatamente pudo imaginarse yendo con aquella extraña más allá de la frontera, allí, entre la nieve, totalmente en serio, para siempre, sin regreso, abandonando incluso su propio nombre, el tipo de trabajo que hacía, cada una de sus costumbres; esos ojos de aquí, aquel lugar que estaba más allá de lo familiar y conocido, que él había tenido a menudo ante su imaginación: era el momento en el que Parsifal estaba ante la pregunta salvadora, ¿y él?, ante el sí que corresponde a esta pregunta. Y como Parsifal, y no porque él no estuviera seguro —de hecho tenía la imagen—, sino como si esto lo tuviera él metido en la sangre y tuviera que ser así, vaciló, y, en el momento siguiente, la imagen, la mujer, había desaparecido, literalmente, en la noche nevada. Luego él estuvo yendo al bar todas las noches, la esperaba junto al jukebox; llegó incluso a preguntar por ella y a hacer averiguaciones, pero, a pesar de que muchos se acordaban de ella, nadie podía decirle dónde estaba habitualmente. Incluso diez años más tarde esta experiencia fue también el impulso para que él, antes de volver del Japón, una tarde se pusiera expresamente a esperar en una cola, para sacarse un visado americano, para luego, realmente, hacer escala en Anchorage, de nuevo en la oscuridad del invierno, y, durante algunos días, andar de un lado para otro por aquella ciudad en la que el viento llevaba nieve, una ciudad cuyo aire claro y cuyos amplios horizontes habían ganado su corazón. Ahora hasta a Alaska había llegado la nueva cocina, y aquel saloon se había transformado en un bistro, con la correspondiente carta; había subido de categoría, por lo que, naturalmente, y esto no solo se podía ver en Anchorage, junto al mobiliario claro y que ahora era ligero, no toleraba ninguna máquina para música que fuera pesada y vetusta. Sin embargo, un indicio de una máquina así eran las figuras que, desde una barraca que tenía forma de manguera, como del rincón más apartado de allí, avanzaban hacia la acera haciendo eses —gente de todas las razas—; o uno fuera, en medio de los bloques de hielo que, rodeado por una patrulla de policía, daba manotazos a su alrededor —por regla general un blanco—, y que luego, después de que lo hubieran tumbado en el suelo boca abajo, con los hombros y las piernas, dobladas sobre la parte trasera de los muslos, atados fuertemente con una cuerda, las manos a la espalda, esposadas, doblado como si fuera un trineo, era trasladado sobre hielo y nieve al vehículo destinado al transporte y que tenía la puerta trasera abierta: allí, luego, en el interior de la barraca, fiel y leal, delante mismo del mostrador, en el que descansaban las cabezas de gente que dormía (lo mismo hombres que mujeres, sobre todo esquimales), babeando y vomitando, le daba a uno la bienvenida un jukebox clásico, dominando el espacio en forma de manguera, con las correspondientes canciones, las originarias y primitivas; uno podía contar, por ejemplo, con encontrar todos los singles de Creedence Clearwater Revival y con oír inmediatamente cómo, a través de los vapores, las quejas insistentes y tenebrosas de John Fogerty por haber perdido «en algún sitio el contexto» durante sus andanzas como cantante cortaban el aire, y «si tuviera por lo menos un dólar por cada canción que he cantado», mientras que abajo, desde la estación, abierta en invierno solo para las mercancías, la señal de una locomotora que, para designar el Alto Norte, lleva el extraño letrero: «SOUTHERN PACIFIC RAILWAY», hace oír su sonido de órgano, un sonido único, prolongado y que se oye por toda la ciudad, y en un cable que va del puente al puerto de botes, abierto solo en verano, se bambolea un cuervo estrangulado.

¿Eran según esto los musicbox algo para los ociosos, para los que callejean por las ciudades y para los que hoy en día, más modernos, callejean por los continentes? —No. Él por lo menos no los buscaba tanto en las épocas en las que no hacía nada como en aquellas en las que trabajaba o en las que tenía un proyecto, y, esto de un modo especial, siempre que volvía de un país extranjero al ámbito del que él procedía. Lo que antes de las horas que dedicaba a escribir era ir a buscar el silencio, luego, casi con la misma regularidad, era ir a buscar un jukebox—. ¿Para distraerse? —No. Cuando ya estaba sobre la pista de algo, de ninguna manera quería que nada le distrajera. Su casa, con el tiempo, se había convertido de hecho en una casa sin música, sin tocadiscos ni cosas parecidas; todas las veces que por la radio, después de las noticias, sonaba el primer compás de lo que fuera, desconectaba el aparato; incluso cuando el tiempo se le hacía largo, en las horas de vacío y en las que los sentidos se le habían embotado, bastaba con que se imaginara que, en vez de estar consigo mismo como ahora, estaba sentado delante del televisor, para que prefiriera su estado actual. Incluso los cines, que antes habían sido una especie de cobijo, después del trabajo, los evitaba cada vez más: con demasiada frecuencia le acometía ahora, precisamente en ellos, un estado de abandono del mundo del cual él temía no saber volver ya a sus cosas, y el hecho de que a media película se saliera no era otra cosa que la huida de esas pesadillas de primeras horas de la tarde—. ¿Entonces iba él a buscar los jukebox para concentrarse, como al principio? —Tampoco esto era así ya. Tal vez él, que en Soria, a lo largo de las semanas había estado intentando deletrear las obras de Teresa de Ávila, el «ir a estar sentado» con sus chismes, después del haber-estado-sentado-junto-a-su-mesa-de-trabajo, podía explicarlo con una comparación un tanto desvergonzada: la santa había estado influida por una disputa de fe entre dos grupos, anterior a su tiempo, a principios del siglo XVI, y que se refería al modo de acercarse a Dios: los unos —los llamados recogidos[3]—, que creían que debían «recogerse» contrayendo los músculos y así, y los otros, llamados dejados[4], que, sin hacer nada, se abandonaban sin más a lo que Dios deseara hacer con su alma[5], y Teresa de Ávila parecía estar más cerca de los que se dejaban que de los que se concentraban, porque, decía, cuando alguien más está buscando darse a Dios, es posible que en esto sea acometido por el demonio; y de este modo, por así decirlo, era también como él estaba junto a sus jukebox, no para concentrarse en lo que tenía que seguir haciendo, sino para abandonarse a ello. Sin que él hiciera otra cosa que tener los oídos abiertos para los acordes especiales del jukebox —«especiales» también porque en un lugar público él no estaba expuesto a ellos sino que los había escogido, como si los «tocara» personalmente—, en él, que se dejaba, tomaba forma luego la continuación: imágenes que hacía tiempo se habían quedado sin vida se ponían en movimiento como flotando, de este modo solo necesitaban que alguien las escribiera en un papel, mientras él, junto al musicbox (en español junto[6], unido), escuchaba: «Redemption Songs» de Bob Marley; y con el «Una notte speciale» de Alice, repetido día tras día, en la narración en la que él estaba trabajando y que, entre otras cosas, se iba abriendo y ramificando más y más, entró un personaje femenino que no estaba planeado en absoluto; y, a diferencia de lo que ocurría cuando bebía demasiado, lo que él anotaba escuchando de esta manera, al día siguiente tenía consistencia. Así pues, en aquellos tiempos de reflexión (estos no se encontraban nunca buscándolos de un modo intencionado, en casa, junto a la mesa; los pensamientos que surgían de un modo espontáneo él los tenía solo comparando y distinguiendo unas cosas de otras), él no salía únicamente para andar, tanto como fuera posible, sino que iba a buscar los bares que tenían jukebox. Entonces, cuando estaba en el bar de los chulos, cuyo box en cierta ocasión había sido alcanzado por una bala de pistola, o en el café de los parados, con la mesa para los pacientes a los que se les permitía salir de la clínica psiquiátrica, que estaba cerca —rostros pálidos mudos, inmóviles, que se movían solo para tragar las pastillas con cerveza—, nadie quería creer que lo que le había llevado allí no era el medio social que se encontraba en estos bares sino el deseo de oír muchas veces «Hey Joe» y «Me and Bobby McGee». —¿Pero no quería decir esto que él iba a buscar los jukebox para, como se dice, huir del presente?—. Tal vez. Sin embargo, por regla general lo que ocurría luego era lo contrario; junto a su cosa, todo lo que había alrededor cobraba una presencialidad completamente singular. Cuando era posible, en aquellos bares buscaba un sitio para sentarse allí donde tuviera ante los ojos el local entero y además una sección del exterior. Entonces, en aquel momento, en unión con el jukebox, junto con sus fantasías, sin aquel observar que a él le resultaba tan antipático, a menudo conseguía fortalecerse-a-sí-mismo, o bien hacerse presente, a sí mismo y a las miradas de los demás. Y lo que de ellos se hacía presente no eran tanto los detalles que llamaban la atención, o los encantos, como lo que era habitual y corriente, incluso las simples formas o colores de siempre, y este presente reforzado se le aparecía además como algo valioso —nada más precioso ni más digno de ser transmitido que aquello; un hacerse presente como normalmente solo se da en un libro que despierta la prudencia y la circunspección. Esto entonces decía algo, simplemente, un hombre andando, un matorral moviéndose, el autobús, que era amarillo y torcía hacia la estación, el cruce de calles que formaba un triángulo, la camarera de pie junto a la puerta, la tiza para el taco, en el borde de la mesa de billar, la lluvia, y, y, y, y. Sí, era eso, ¡en el presente se metían las articulaciones! De este modo, incluso las pequeñas costumbres de «nosotros, los que hacíamos sonar el jukebox» y las pocas variantes merecían una atención especial. Mientras que él, al apretar las teclas, casi siempre apoyaba una mano en la cadera y, casi en contacto con su cosa, se inclinaba un poco hacia delante, otro escogía las canciones con las dos manos, abriendo las piernas, a distancia del aparato, estirando los brazos como si fuera un técnico, un tercero hacía volar sus dedos de las teclas, como si fuera un pianista, luego se marchaba enseguida, seguro de lo que había hecho, o bien, como quien espera el resultado de un experimento, se quedaba esperando hasta que sonaba la primera nota (y luego, quizás sin seguir escuchando, se marchaba del local), o bien por principio dejaba que sus piezas las pusieran en marcha solo los otros, a los que desde la mesa, gritando, les iba diciendo las señales, que él se sabía de memoria —y en esto lo común a todos ellos era que en un jukebox parecía que vieran algo así como un ser vivo, una especie de animal doméstico: «desde ayer no le da la gana de funcionar del todo», «yo no sé lo que le pasa hoy, está loco»—. Para él, ¿de hecho daba igual una de estas máquinas que otra? —No, había diferencias decisivas, entre aversión declarada y ternura, literalmente, o bien reverencia decidida y clara—. ¿Ante un producto hecho en serie? —Ante las huellas que el hombre había dejado en él. Para él lo que es la forma del aparato con el tiempo fue contando aún menos. Para él el jukebox, como producto de guerra, podía ser incluso de madera, y en vez de llamarse Wurlitzer, podría llamarse «Arca de música», «Sinfonía» o «Fanfarria» y tener el aspecto de una de esas maravillas de la economía alemana, podía incluso carecer totalmente de luces y, como algo que se ha dejado enfriar, ser de cristal oscuro, opaco, sin ruido, siempre que, después de introducir una moneda, se iluminara el letrero de las múltiples elecciones posibles y, después de apretar la tecla, desde dentro empezara el zumbido, acompañado de la luz que, fuera, en la parte frontal del cristal negro, busca el disco. Ni siquiera aquel sonido especial de jukebox era ahora ya algo tan decisivo para él, aquel sonido que parecía salir de las profundidades, como si estuviera debajo de muchas capas mudas, aquel ronquido tan peculiar que muchas veces solo se oía escuchando con atención, de un modo parecido, pensó él una vez, a como en el relato de William Faulkner justamente la «corriente», en la tierra inundada por ella hasta el horizonte, se oye bajo las aguas del lago, tranquilas y quietas, como the roaring of the Mississippi: si era necesario se contentaba con una caja de música de pared, donde el sonido salía más plano o más metálico —de hojalata— que en cualquier radio portátil, y si no había más remedio, cuando en medio del ruido del bar el sonido se había hecho inaudible, se contentaba con una cierta vibración rítmica del aire en medio de la cual él oía el estribillo, o aunque fuera solo un compás de la música —condición indispensable— que él había escogido, de todo lo cual luego, en su oído, de vibración en vibración, se iba tocando la canción entera. En cambio, tenía una aversión especial por aquellos musicbox donde la oferta de canciones, en lugar de ser única y clasificada «de un modo personal» en el lugar donde se encontraba la máquina, formaba ella misma parte de una serie, igual de un lugar a otro, a lo largo de todo un país, sin variaciones, y prescrita, más aún, impuesta a cada uno de los bares por una central sin nombre que él podía imaginar solo como una especie de mafia, la mafia de los jukebox. A estos bloques en serie —en todos los países era ahora casi lo único que había—, sin variedades, en los que solo se podía elegir entre lo que precisamente en aquel momento era lo actual, se les reconocía en una cosa, aunque estuvieran metidos en esas cajas antiguas y dignas modelo Wurlitzer: en que el programa ya ni siquiera estaba escrito a máquina sino impreso con anterioridad y cubriendo toda la superficie de letreros aislados en los que se leía el nombre del cantante y el título de la canción. Sin embargo, curiosamente, él evitaba también aquellos jukebox en cuyo cuadro de programas, como en la carta de determinados restaurantes, se veía la letra de una sola persona, de arriba abajo, de izquierda a derecha, aunque por regla general, precisamente allí, cada uno de los discos pareciera destinado únicamente a él: para él, el programa de un jukebox no debía encarnar ninguna intención —por noble que esta fuera—, ningún conocimiento de la materia, ninguna condición de iniciado, ninguna armonía; tenía que presentarle una mezcla desordenada, con su parte de desconocido (que aumentara de año en año), y además un buen número de piezas para huir, pero entre ellas, y estas eran las que más tenían el carácter de joyas, justamente aquellas melodías (bastaba con que se pudieran sacar unas pocas del caótico campo) que en aquel momento iban con él. También estos jukebox se daban a conocer por las tablas en las que estaban las piezas que se podían elegir; con el revoltijo de lo escrito a máquina y lo escrito a mano, y sobre todo con la multiplicidad de caligrafías, que a menudo cambiaban de un letrero a otro, una con letra de palo, a tinta, la siguiente con el estilo descuidado, casi taquigráfico, de una secretaria, pero la mayoría, a pesar incluso de la gran variedad de lazos y de las muchas direcciones que tomaban las letras, dando la impresión de un especial esmero y una especial seriedad; algunas, como si fueran hechas por niños, como pintadas, y, en medio de todas las faltas, muchas veces nombres de canciones escritos con total corrección (incluidos acentos y guiones de enlace), nombres de canciones que probablemente habían sido muy exóticos para la camarera de turno; el papel, a veces ya amarillo; los letreros, pálidos y difíciles de descifrar, quizás incluso cubiertos con pequeñas etiquetas pegadas encima en las que hacía muy poco habían escrito un título diferente, pero que, transparentándose, aunque no se pudieran leer, permitían adivinar muy bien lo que había escrito. Con el tiempo, al buscar en el cuadro de canciones de un jukebox, en lo que más se fijaba él no era en «sus» discos sino en aquellos que estaban señalados con estas letras manuscritas, aunque solo hubiera uno. Y ocurría que este, aunque le fuera extraño, o completamente desconocido, era precisamente el que escuchaba. Así, en cierta ocasión, en un bar de norteafricanos de las afueras de París, delante de un jukebox (reconocible inmediatamente como un envío de la mafia por su cuadro de números uniforme, escrito todo él en francés) descubrió sin embargo en la parte lateral una pegatina escrita a mano, con letras muy grandes, irregulares, cada una grabada como si fuera un signo de exclamación; escogió la canción árabe que, como si dijéramos, habían «colado» entre las otras —luego la volvió a escoger más veces—, y ahora él seguía acompañado por aquel SIDI MANSUR, cuyo sonido llegaba hasta muy lejos y que —esto dijo el barman, que por un momento despertó de su mudez— era el nombre de un «lugar especial, desacostumbrado» («¡uno no va allí sin más!»).

¿Significaba esto que él lamentaba la desaparición de sus jukebox, esos objetos de ayer, que probablemente tampoco tendrían un segundo futuro?

No. Él lo único que quería, incluso antes de que se le escapara de la vista, era retener y hacer valer lo que para uno podía significar una cosa, y sobre todo lo que podía salir de una mera cosa. —El restaurante de una instalación deportiva que se encuentra a las afueras de la ciudad de Salzburgo. Fuera. Un atardecer claro de verano. El jukebox está fuera, junto a la puerta, que está abierta. En la terraza, en las distintas mesas, gente que está tomando algo, holandeses, ingleses, españoles, conversando en su lengua, pues el establecimiento sirve también al camping que está al lado, delante del campo de aviación. Comienzos de los años ochenta; el aeropuerto no es aún el «Salzburg Airport»; ha aterrizado el último avión, a la puesta del sol. Los árboles que hay entre la terraza y el campo de deportes son abedules y álamos; en el aire tibio, un centelleo continuado de hojas recortándose en el cielo, que es de un amarillo profundo. En una mesa están sentados los del país, los miembros de la «Asociación deportiva Maxglan», con sus mujeres. El equipo de fútbol, que entonces era aún de segunda división, aquella tarde ha vuelto a perder un partido y probablemente bajará de categoría. Pero ahora, al atardecer, los afectados están hablando, mientras que junto al ventanuco del bar hay un constante movimiento —yendo a las tiendas de campaña y viniendo de ellas—; en una ocasión hablan también de los árboles. Ellos además los observan: qué grandes se han hecho y qué rectos han crecido desde que ellos, los miembros de la asociación, un día, juntos, arrancaron los retoños de allí delante, de la tierra negra y musgosa, y los plantaron aquí en hileras, en la tierra limosa… La canción que el jukebox de fuera saca —en las pausas, el susurro y el frotar de las hojas y la regularidad de las voces—, en aquel atardecer, repitiéndose en el lento oscurecer, la canta la voz decidida y alegre de Helen Schneider y se llama «Hot Summer Nites». Sin embargo, dentro el bar está completamente vacío y por las ventanas, que están abiertas, las cortinas, blancas, entran en la habitación empujadas por el viento. Luego sí hay alguien sentado en un rincón, una mujer joven que llora sin que se la oiga. —Años más tarde. Un hostal, una gostlina, en una cima del karst yugoslavo, algo apartada de la carretera que pasa por Stanjel (o San Daniele del Carso). Dentro. Un jukebox enorme, vetusto, al lado del armario, en el camino que va a los servicios. Detrás de un cristal sintético se ve el círculo de discos y el plato. Para ponerlo en marcha, en vez de monedas se usan fichas, y además no basta con apretar la tecla —solo hay una— sino que antes hay que hacer girar un círculo, una escala, hasta que coincidan el número deseado y la raya indicadora. Entonces el brazo mecánico pone el disco con una elegancia comparable al modo como un camarero que domina perfectamente las formas articula el codo para servir un plato. La gostlina es amplia, con varias habitaciones, que en este atardecer de principios de otoño —fuera, por encima del altiplano, desde las montañas del norte sopla el burja o bóreas, sin que ni por un momento disminuya la intensidad— están llenas de gente, casi todos jóvenes: una fiesta de fin de curso de varias clases de todas las repúblicas de Yugoslavia; se han encontrado aquí por primera vez, para estar juntos unos días. En una ocasión, la típica señal del tren del karst, atravesando el viento, llega desde abajo, de las rocas, con el oscuro sonido de un trasbordador de montaña. Frente a la habitual foto de Tito, en una pared cuelga otra de un desconocido, también en color pero mucho más grande: es el retrato del que regentó este local, que se quitó la vida; su mujer dice que no era de aquí (aunque sí del pueblo más cercano del valle). La canción que, una y otra vez, atraviesa esta noche las salas —un alumno tras otro van apretando la tecla— la cantan como si fuera un canto al unísono pretencioso y autosatisfecho, pero a la vez infantil y alegre, un canto al unísono que incluso, como representando un pueblo, es adecuado para bailar, y tiene como estribillo una única palabra: «¡Jugoslavija!». —Una vez más, años más tarde. De nuevo un atardecer de verano; todavía no ha llegado el crepúsculo; esta vez en el lado italiano del karst, más exactamente, en la frontera misma del zócalo calcáreo que en tiempos se levantó del mar, de la depresión sin rocas que está marcada aquí por las vías de la estación de Monfalcone: al otro lado de ellas, inmediatamente, el desierto de piedra del altiplano que va subiendo despacio, tapado en esta parte de las vías por un bosquecillo de pinos; en el lado de acá, el edificio de la estación, rodeado por una vegetación de pronto completamente distinta de cedros, palmeras, plátanos, rododendros, junto con el agua de allí, que, por un grifo que han dejado abierto sin preocuparse, mana abundantemente de la fuente de la estación. El jukebox está en el bar, debajo de la ventana, que, después del calor del día, está abierta de par en par; la puerta también está abierta, da a las vías. Por lo demás el bar no tiene casi muebles; los pocos que hay los han apartado a un lado, y ya están limpiando. En el suelo de terrazo mojado se reflejan las luces del jukebox, un brillo que luego va desapareciendo conforme se va secando el piso. La cara de la camarera del bar, en la ventana, en comparación precisamente con las caras bronceadas de los tres o cuatro viajeros que esperan fuera, se ve muy pálida. Luego, después de la salida del rápido Trieste-Venecia, el edificio aparece vacío; únicamente, en un banco, dos adolescentes que se pelean a voz en grito; su campo de juego es en este momento la estación. De la oscuridad que hay entre los pinos de karst de enfrente salen ya aleteando las mariposas nocturnas. Un tren de mercancías, largo, precintado, pasa ruidoso y chirriante; fuera, junto a los vagones, lo único claro, los pequeños plomos que se balancean en sus cuerdas. Con el silencio que sigue —es el momento que hay entre las últimas golondrinas y los primeros murciélagos— empieza en aquel lugar el sonido del jukebox. Los muchachos siguen peleando un rato más. No para escuchar, sino más bien de un modo casual, dos funcionarios que estaban en sus despachos salen al andén, y de la sala de espera llega una limpiadora. De repente, en aquella zona se ven figuras que hasta ahora habían pasado inadvertidas. En el banco que hay junto al haya, uno que está durmiendo. En la hierba que hay detrás de los servicios están sentados un grupo de soldados, sin rastro de equipaje. En el andén de Udine, apoyado en un pilar, un negro corpulento, también sin equipaje, no lleva más que lo puesto, una camisa y un pantalón, abismado en un libro. De la espesura de pinos que hay detrás, describiendo curvas, una detrás de otra, casi pegadas, salen una y otra vez una pareja de palomas. Parece como si todos los que hay aquí no fueran viajeros sino los habitantes, o los residentes, de la zona de la estación. El centro de esta zona es la fuente de agua potable, que forma espuma, que vuela empujada por la brisa, que salpica, y alrededor, en el asfalto, las huellas de muchas suelas mojadas, con las cuales el último que bebe, ahora, de un modo expreso, mezcla las suyas. Un poco más allá, siguiendo las vías, alcanzable a pie, el río subterráneo del karst, el Timavo, sale a la luz, con tres brazos, que en tiempos de Virgilio, según la Eneida, eran todavía nueve; se ensancha enseguida y desemboca inmediatamente en el Mediterráneo. La canción que se oye en el jukebox habla de la carta de una mujer joven, de una mujer que ha ido a parar muy lejos de su región, y tanto de lo habitual como de lo soñado, y que ahora es un asombro plenamente animoso, quizás también triste; la canta a un país sumido en el atardecer, el país de la estación de Monfalcone, la voz de amiga de Michelle Shocked y se llama «Anchorage, Alaska».

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